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Os copio/pego un interesantísimo artículo, leído en la web del Conservatorio Superior de Müsica "Rafael Orozco" de Córdoba. Escrito por Encarnación Almansa Pérez, y tomando como base el famoso libro de Dominique Hoppenot, El violín interior.
Podríamos decir que la función de un tratado de violín es, fundamentalmente, la de recopilar las principales dificultades en relación al instrumento, a la vez que la de aportar soluciones al respecto. Si hiciéramos un somero recorrido por aquellos tratados más significativos, comprobaríamos que los aspectos planteados han variado considerablemente a lo largo del tiempo. No obstante, a pesar de que prácticamente ninguno de ellos ha hecho un recorrido completo por todas las cuestiones, sería un error considerar que han sido mayoritariamente parciales. Más bien debemos ver en ellos el reflejo del contexto no sólo del violín, sino también del intérprete. La evolución del instrumento, del repertorio y de los requisitos exigidos al violinista provocaba cuestiones novedosas. Estos avances requerían de la información aportada por aquellos primeros instrumentistas que iban adquiriendo experiencia en Violín y Violinista: Una Relación Siempre Viva Encarnación Almansa Pérez cada etapa y que, por esto mismo, se centraban en lo que consideraban fundamental para tocar el violín en cada momento.
Desde hace varias décadas, los tratados de mayor difusión no abordan tanto aspectos técnicos y de repertorio como los concernientes a relajación y control corporal. Podríamos decir que ello es debido a que ha sido el aspecto más olvidado en métodos anteriores, o a que vivimos una época que otorga un enorme protagonismo al cuerpo. Pero si partimos de la idea de que los autores tratan de reflejar la problemática del intérprete en cada momento, quizá deberíamos reconocer que, en la actualidad, el principal reto de los violinistas es el de ser capaces de sobrellevar la profesión una vez que se ha alcanzado un nivel básico. Lo cierto es que cada vez más frecuentemente se recurre a estas técnicas como solución a los problemas de relación con nuestro instrumento.
Quisiera hacer una reflexión al respecto tomando como referencia una de las publicaciones más celebradas por lo que a este tema se refiere. Me refiero a Le violon interieur, ensayo de la violinista francesa Dominique Hoppenot, traducido al castellano hace ya quince años y que gozaba ya de otros diez de amplio reconocimiento en su edición original. La repercusión inicial de El violín interior en círculos no únicamente violinísticos fue debida a que dicho tratado no aborda el violín desde una perspectiva puramente técnica o musical, sino que se centra en la figura del violinista. La originalidad del tratamiento consiste, pues, en que parte de la premisa de que el intérprete necesita un desarrollo integral, entendido éste como toma de conciencia cada vez mayor de sí mismo, como control creciente de su cuerpo y de su mente. Esto supone, por parte de la autora, un abandono del planteamiento de los problemas como dificultades que se resuelvan mediante un trabajo exclusivamente mecánico. La solución sería bastante más sencilla (aunque no por ello fácil) de lo que pudiera deducirse de lo anteriormente expuesto: consiste básicamente en no aislar los problemas, sino abordarlos precisamente como la consecuencia de la ruptura de un todo integral, ya sea el cuerpo cuando nos referimos a tensiones y problemas técnicos, o la música cuando se produce, por ejemplo, un mal enfoque del estudio.
Trataré de hacer un breve recorrido, de la mano de Dominique Hoppenot, por algunas de las cuestiones y de los problemas básicos que nos encontramos los violinistas durante el tortuoso camino que tenemos que recorrer para merecer el calificativo de músicos. Ello nos facilitará la labor de construir un retrato del violinista actual en el cual podamos plasmar sus inquietudes. Hagamos primeramente un esbozo que nos oriente sobre el camino a seguir.
Aunque es imprescindible previamente un mínimo de conocimiento y amor a la música, la técnica es, debido a las características del instrumento, casi lo primero que nos une al violín. Es por ello, por su innegable dificultad y por los posibles efectos del fracaso en su aprendizaje, por lo que será nuestro primer asunto a tratar. En una segunda etapa de su desarrollo, el alumno, a la vez que asimila la técnica y el lenguaje musical, utiliza cada vez con más soltura el violín como medio de expresión: es la transición de estudiante a intérprete. En tercer lugar nos encontramos al violinista como profesional. Frecuentemente, este estadio consiste en la adaptación a un mundo lleno de competencias personales y profesionales, en el cual el músico se siente casi un esclavo del instrumento y, a menudo, se ve forzado a exhibir en público su amor propio. Esto merece mayor preparación que las dos etapas anteriores, y es en la que hace mayor énfasis el libro al que nos referimos.
En lo que respecta a este esquema de evolución del violinista, nos encontramos también ante una estructura integradora, en la que la falta de superación de un estadio condicionará a todos los que le siguen, puesto que las etapas superiores no abandonan las inferiores, sino que las integran a la vez que superan. De hecho, es imposible hablar de “interpretación” sin “sensación”, “respiración”, “concentración”, o “escucha”.
El violinista aborda el instrumento en función de su personalidad, su experiencia y sus expectativas, las cuales influirán enormemente en la superación satisfactoria de cada etapa. Podríamos encontrar casos excepcionales de alumnos que buscan una técnica para satisfacer su necesidad espontánea de expresión enriquecida con un desarrollo constante de la cultura musical. No obstante, en la mayor parte de los casos se produce un acercamiento al violín de una manera más superficial, y a la vez que se va volcando en él los anhelos personales comienza una preocupación más seria por la música. Pero el mayor problema es que, a pesar de que la inmensa mayoría de los violinistas sufren o han sufrido lo que Dominique Hoppenot llama “el mal del violín” (¿del músico, de la especialización?), se aferran a curar cada síntoma por separado, sin reparar en la enfermedad.
1. Técnica, sensación y control corporal.
Es por todos reconocido que la formación del violinista consiste básicamente en ir alcanzando un dominio del instrumento cada vez mayor, como si de una conquista o de una doma se tratara. El alumno, desde los inicios de su carrera (los cuales ocurren cada vez más precozmente), se enfrenta al reto de controlar movimientos de dedos, muñeca, antebrazo, codo… minúsculos y casi imperceptibles algunos de ellos -como en el saltillo o el vibrato-, amplios otros -como en el legato o algunos cambios de posición-, pero nunca tratados como partes activas de una totalidad que, aun parcialmente pasiva, participa en su conjunto de la producción del sonido. Los profesores seguimos empeñados en transmitir la colocación del instrumento como las posturas de una bailarina y tratar los problemas del violín y del arco por separado, en lugar de tomar el hecho de pasar el arco como un equilibrio entre la energía hacia arriba del violín y hacia abajo del arco y hacer comprender al principiante, desbordado por tantos micromovimientos, que la colocación del violín y todo lo que implique la emisión sonora debe ser lo más natural y lógico posible para el fin buscado. Pocos son los violinistas que no han empezado buscando una “correcta” colocación de los dedos en el arco o un “correcto” movimiento de los dedos en los cambios de arco al talón como un fin en sí mismo. Esto no significa en absoluto que haya que restarle importancia a una buena colocación (no olvidamos nunca que es condición necesaria, aunque no suficiente), sino que este objetivo debe ser planteado como medio para hacer música y como algo que no atañe exclusivamente a nuestras extremidades superiores y al cuello. Así, por ejemplo, cuando expliquemos las diferencias entre pasar el arco al talón, al centro o a la punta, habría en primer lugar que tratar el brazo como un conjunto con claro ensamblaje en la espalda, del que parte el peso que habrá que transmitirse al arco, y donde codo, muñeca y dedos son correas de transmisión que han de adoptar movimientos pasivos o activos según la zona del arco en la que toquemos. Con esta división entre movimientos activos y pasivos pretendemos tomar mayor conciencia de las zonas afectadas para mantenerlas relajadas, a la vez que nos convencemos de que no sólo produce el sonido el segmento que participa activamente y en el cual tendemos a centrar nuestra atención.
En este punto han insistido todos los grandes violinistas contemporáneos y pocos son ya los tratados o métodos que comienzan indicando una colocación del violín sin partir de una posición equilibrada de todo el cuerpo. La pedagogía actual tiene la obligación de compaginar el elevado nivel técnico exigido en el mundo profesional con el hecho de que la enseñanza superior no es exclusiva de aquellos que tengan un talento excepcional. Este compromiso sólo se alcanza con el cuestionamiento de los principios más básicos de la técnica, que no son otros que los que afectan al control corporal y de las sensaciones. Afortunadamente, esto se encuentra cada vez más generalizado e incluso aparece en el currículo de muchos conservatorios en alguna asignatura especialmente dedicada a ello.
Sin embargo, a pesar de la creciente importancia del control corporal en la práctica instrumental, podríamos decir que todavía no se llega a unir lo suficiente ambas facetas. Es poco frecuente que sea el profesor de violín el que transmita la información necesaria para desarrollar las propias sensaciones o para trabajar la relajación de una manera íntimamente relacionada con el resto de conocimientos técnicos y musicales que acostumbramos a ver como propios de un profesor de instrumento. El control corporal suele trabajarse como asignatura aparte, no aplicada directamente a una obra o al aprendizaje de un golpe de arco, y casi siempre en los últimos cursos de la carrera.
El violín interior nos habla del equilibrio del violinista conseguido por la acción de cuatro fuerzas. La primera arranca desde los pies y la parte inferior del cuerpo en dirección ascendente. El aplomo de los pies en el suelo, a la vez que las piernas actúan como muelles y correas de transmisión, permite elevar hacia arriba la energía necesaria para sujetar el instrumento en la parte superior de nuestro cuerpo. La segunda parte de la cabeza y desciende por la columna vertebral. Es necesario que la cabeza quede bien “encajada” en la espalda, retrasando para ello ligeramente la parte inferior de aquélla, al modo como lo hacen los cantantes, para favorecer una respiración fluida y mantener la verticalidad de la columna. Las otras dos fuerzas, horizontales, las encontramos a nivel de la cintura escapularia y mantienen arco y violín en equilibrio.
Adaptar el instrumento a nosotros (y no al contrario) no depende tanto de una buena fisonomía (un cuello no demasiado largo, unas manos grandes…) como de la consecución de un equilibrio entre estas cuatro fuerzas y una estabilidad permanente del conjunto. Para ello es imprescindible la correcta transmisión de la energía hasta los puntos de contacto con el violín y el arco. Veamos algunos puntos especialmente sensibles al respecto.
A la altura de la cintura suele localizarse la ruptura entre la parte inferior y superior del cuerpo. La posición avanzada de los brazos al tocar produce a menudo un adelantamiento del tronco que tiene como consecuencia la falta de estabilidad en su mitad superior y el bloqueo del diafragma. Para evitar esto, se debe trabajar siempre sin olvidar la unión de las manos con el eje del brazo y de los brazos con la espalda, a la vez que ésta se apoya en la región lumbar de manera que el peso corporal se transmita verticalmente desde los hombros al suelo. Ni que decir tiene que la sensación de verticalidad no es algo tan obvio y fácil de conseguir como pudiera parecer a simple vista.
También sería interesante observar la simetría del cuerpo. Aunque consideramos la función del lado izquierdo y el derecho muy diferentes, en realidad lo único que no tienen en común es la supinación de antebrazo y mano izquierdos y la pronación de antebrazo y mano derechos. Observemos cómo el movimiento del detaché puede equipararse al de los desmangues, o el del saltillo al del vibrato… si partimos de la lógica del cuerpo. Incluso las dos manos forman estructuras casi idénticas que nacen de la natural colocación de los dedos al cerrar la mano.
No podemos olvidar uno de los mayores puntos de tensión (no sólo en los violinistas): el cuello. Desde la premisa de equilibrio entre fuerzas opuestas, y puesto que la presión hacia abajo que recibe el violín por parte del arco y de los dedos de la mano izquierda variará continuamente, debemos evitar considerarlo como algo totalmente inmóvil y sujeto exclusivamente con una pinza entre clavícula y mentón.
En resumen, el peldaño más básico de relación con el instrumento es el de una conciencia continuada, no momentánea, de nuestro contacto con él, un pleno dominio de nuestras sensaciones para alcanzar el “placer del gesto” del que nos habla El violín interior.
2. Estudio: sonoridad y silencio.
Generalmente, el alumno principiante no se cuestiona la técnica, sino que trata de asimilarla como si el profesor le mostrara un libro de instrucciones y el violín no pudiese “funcionar” de otra manera. Mientras continúa avanzando en la consecución de los objetivos propuestos en clase, no se plantea por qué hay que coger el arco de una manera tan especial o por qué en los cambios de posición hay que desplazar el pulgar con el resto de la mano. El cuestionamiento de la técnica no aparece hasta que llega el fatal momento en el que se siente incapaz de interpretar. Y es que entonces se ha producido un salto cualitativo en el violinista: los contenidos del estudio siempre provenían de fuera, mientras que ahora se trata de una necesidad interior. He aquí la mejor prueba de la solidez de nuestra técnica, que no es otra que abandonar su protagonismo para convertirla en servidora de la expresión. Esto suele coincidir con la primera de las crisis del afanado estudiante. La reacción puede ser la de replantearse la técnica desde el principio, o bien la de insistir más en el trabajo anterior para conseguir la soltura deseada. Muchos abandonan en ese momento o buscan nuevas alternativas, mientras que otros, aunque resisten, consideran que todo se reduce a un problema de seguridad o de falta de condiciones. No obstante, todas estas alternativas tienen en común el enfoque unidimensional.
Es fundamental organizar el estudio como un conjunto evolutivo en el que la interpretación no es sólo el control de una adaptación al instrumento, sino que en ella estamos vertiendo mucho más. Para empezar, habría que destacar el “horror al silencio” que tenemos los violinistas. El silencio es la base del estudio en muchos aspectos:
- La interiorización de la obra, tanto de su estructura formal como armónica o estilística. Incluso sus intervalos deben estar totalmente asimilados para “imaginarlos” justo antes de tocarlos, como si se tratara de una afinación interior que hubiésemos de comparar con la que inmediatamente tocamos y que debe convertirse en el verdadero referente de la misma.
- El control gestual. El gesto debe estar controlado previamente sin el instrumento, puesto que, una vez sujeto, demasiados estímulos interfieren en la abstracción del movimiento como para su asimilación y posterior repetición.
- La concentración, básica, obviamente, para rentabilizar el trabajo.
- La toma de conciencia de nuestra actitud frente a la obra, a una de sus dificultades en concreto o a su interpretación en público.
Una vez asumamos estos requisitos previos y el periódico retorno a ellos, habremos de afrontar el aspecto sonoro del trabajo. Si anteriormente hemos establecido una diferencia entre movimientos activos y pasivos, ahora podríamos distinguir entre escucha activa y escucha pasiva. La enseñanza del violín separada de la interpretación no desarrolla la facultad de la autoescucha como guía, además de olvidar el trabajo de la sonoridad. El camino podría ser el inverso: comenzar desarrollando el gusto por escuchar para aplicarlo a la sonoridad buscando los medios necesarios en la técnica. Animar a un alumno a la escucha significa hacerla consciente. En ese momento la audición cambia porque provoca una respuesta, convirtiéndose el propio sonido en estímulo técnico y musical. Éste es el primer paso, que a menudo damos como supuesto, para el trabajo instrumental.
En los inicios, la gran cantidad de información necesaria para colocar el violín y pasar el arco satura los sentidos del tacto y la vista, con lo que el oído queda algo discriminado por las circunstancias. Esto es algo normal y no debe constituir un problema. No obstante, encontramos frecuentemente síntomas de audición deficiente en violinistas supuestamente formados: sonido pobre en recursos, falta de adaptación al conjunto, indiferenciación de estilos, etc. No debe confundirse esto con falta de expresividad, puesto que se da a menudo el caso de transmitir más el propio temperamento que la misma música debido a la falta de recursos. Esto corresponde al perfil del violinista que estudia sin escucharse, repitiendo sin corregir y con actitud poco constructiva. En estos casos, el profesor, además de estimular la escucha, debe luchar contra el miedo del alumno a cambiar, que, por supuesto, es la raíz del problema.
El sonido es la base de cualquier expresión musical. Es imposible ir más allá de dar las notas si nos encontramos con problemas de emisión sonora. Precisamente, ésta última debe ser nuestra aportación personal a la música (y no los intentos de interpretaciones individuales o novedosas). Una vez hayamos comprendido la música en silencio, damos vida a la obra dejando libre curso a nuestra voz.
Sin embargo, el sonido también puede reducirse a sensaciones no únicamente auditivas. De hecho, podemos traducirlo a una fórmula de proporciones entre velocidad, presión y punto de emisión en lo que respecta al arco, a la que añadiremos el vibrato y la posición en la que se encuentra la mano izquierda. Esto enlazaría con lo anteriormente expuesto sobre el control corporal. El estudio de una obra nos conduciría entonces a involucrarnos en el siguiente proceso:
Trabajo silencioso sobre la obra: análisis de la partitura, audiciones, información sobre el autor y la época…
Traducción de la idea musical a sensaciones de una manera consciente: ello supone que tenemos totalmente interiorizado lo que queremos interpretar.
De esta manera, retomar una obra se reduce a revivir las sensaciones físicas que trabajamos cuando la estudiamos. Si la transformación de idea musical a sensación fue verdaderamente consciente, ahora sólo tenemos que concentrarnos en su recuperación, lo cual se conseguiría cada vez más rápidamente, pues buscamos algo muy concreto. Cuanto más puntualizado sea el trabajo, más evitamos el estudio a base de repeticiones.
Es cierto que existe el riesgo de que con este sistema la interpretación pierda espontaneidad. Al tratar de reproducir siempre el mismo gesto, lo que pretendemos es tocar siempre igual cada pasaje. Pero suponemos que el violinista, en el tiempo que ha transcurrido desde la última vez que afrontó la obra, puede haber progresado técnica y musicalmente, con lo que en fragmentos concretos (o en el conjunto) deberá volver a traducir a sensaciones su nueva interpretación. Además, estamos tratando sobre obras ya escritas y no sobre improvisaciones, con lo que el intérprete debe asumir la respon sabilidad de transmitir la idea del compositor lo más fielmente posible, e incluso adaptar sus emociones a lo que está tocando. En la música “clásica” podemos interpretar más o menos intensamente dependiendo del momento afectivo en que nos encontremos, pero somos como actores que han de ser fieles al texto a pesar de nuestras circunstancias. Por último, es obvio que los pasajes especialmente virtuosos deben estar totalmente superados técnicamente para, además, poder dotarlos de expresividad. Sólo con el control gestual de los mismos nos sentiremos con la suficiente seguridad como para ir más allá y abandonar una parte de nosotros mismos en la expresión.
3. El violinista como músico, intérprete y profesional.
Prácticamente hasta Leopold Mozart no hay apenas referencias escritas sobre colocación. Esto no significa que no hubiese una manera considerada como la más recomendable, aunque las indicaciones suelen profundizar poco y quedarse en explicaciones no demasiado pormenorizadas sobre ello. En el período del Barroco temprano, cuando el violín conseguía progresivamente superar su cometido original de doblar una voz, no eran las dificultades técnicas la principal preocupación del instrumentista, sino la de poder cantar con el arco. En consecuencia, los tratados eran básicamente de adaptación al fraseo y a las articulaciones más comunes: en qué casos había que tocar ligado o staccato, cuándo tocar arco arriba o arco abajo, o instrucciones para abordar las indicaciones musicales más frecuentes (como los símbolos de los ornamentos).
Los siglos XVII y XVIII fueron testigos del primer gran salto del violín. Fue en esta época cuando alcanzó una sólida posición como uno de los instrumentos más brillantes y de mayores posibilidades, quedando asentada la técnica base. Geminiani, en su Arte de tocar el violín (1740), introdujo la novedad de reflejar la colocación del instrumento sobre la clavícula y no sobre el pecho, como se venía haciendo hasta entonces. Aun así, no encontramos en los autores de estos tempranos métodos el nivel de especialización y exclusividad que apreciamos en los violinistas de hoy. Prueba de su visión más como músicos que como violinistas es que casi la totalidad de ellos añadía cuidados ejemplos y ejercicios para la mejor comprensión y asimilación de lo explicado. La labor de difusión y desarrollo del instrumento se reflejaba también en composiciones (muchas de ellas de gran calidad) que hoy nos permiten diferenciar estilos nacionales, división de éstos en períodos o evolución técnica en la que se encontraba el instrumento.
El método de Leopold Mozart (1756) es una prueba de su capacidad pedagógica y de sintetización musical. El libro, tras un prólogo en el que nos pone al corriente de los resultados conseguidos con sus hijos, comienza con indicaciones sobre cómo coger arco y violín. Mozart nos muestra la necesidad de sujetar el instrumento en ciertos pasajes en los que la mano izquierda ha de desplazarse por el mango. Claro está que sin un repertorio virtuosístico relativamente habitual no habría tenido sentido esta indicación.
Posteriormente, todos los tratados han incluido indicaciones sobre cómo colocar correctamente violín y arco. Podemosapreciar en general una tendencia progresiva a considerar la pinza entre mandíbula y clavícula como el principal punto de sujeción del instrumento a la vez que se exime a la mano izquierda de su función inicial de mantenerlo. De esta manera se pretende ir liberando a esta mano de excesivas responsabilidades que pudieran dificultar las agilidades a las que se ve comprometida con el repertorio romántico. A ello contribuirá la mentonera, usada por primera vez por L. Spohr y cuyo uso se encuentra enormemente extendido en la actualidad.
El siglo XIX podría considerarse la segunda edad dorada del violín. Ahora los grandes virtuosos se mueven también en un ámbito académico (en 1810, el Conservatorio de Música de París presenta un método oficial escrito por Baillot, Rode y Kreutzer). Los tratados de esta época nos indican pormenorizadamente cómo colocar cada mínima parte de nuestro cuerpo en contacto con el instrumento. Sin embargo, los aspectos relativos al control corporal se reducen todavía a indicaciones generales sobre colocación del cuerpo (“la colocación del cuerpo debe ser noble y orientada hacia el atril para leer las notas por debajo del puente y de la mano izquierda”, nos dice Spohr en su tratado de 1832) y sobre el riesgo de tensar las partes afectadas en la interpretación. Se trata normalmente de instrucciones que adaptan el cuerpo al violín (como la de recomendar que esté bien aplomado sobre la pierna izquierda), pero que consideran la lógica natural del cuerpo sólo en la medida en que ésta coincide con la particular colocación de brazos, cuello y manos a la hora de tocar.
Es reseñable el hecho de que las indicaciones sobre interpretación desaparecen progresivamente y son sustituidas por otras de carácter meramente técnico. Es decir, la función de un método es la de transmitir al violinista la información para que domine todos los recursos y conozca todas las posibilidades sonoras del violín, más allá del estilo al que se apliquen. Los grandes maestros son también compositores, pero a diferencia de los que encontramos en el Barroco, sus composiciones son una exaltación de la técnica del instrumento y en muchos casos sólo se trata de obras de referencia en lo que a la evolución del violín se refiere. No obstante, los grandes compositores aprovecharon estas aportaciones para adaptar su música al lenguaje eminentemente virtuosístico del momento.
Las recomendaciones sobre la edad de inicio de estudio también nos orientan para conocer el tipo de violinista buscado a partir del siglo XIX. Campagnoli la sitúa entre los siete y los ocho años. L. Spohr añade que no debe alejarse de la pubertad, ya que entonces las articulaciones se vuelven más rígidas, además de que “sus padres deberán hacerlos fuertes para su futuro”.
Todas las tendencias apuntadas a partir del Romanticismo fueron consumadas en el siglo XX. Los grandes virtuosos van dejando cada vez más de lado su faceta compositiva. El perfil del gran maestro suele ser el de un niño prodigio, concertista en edad adulta y pedagogo de élite en su madurez. Los métodos consisten en su mayoría en explicaciones sobre la colocación del instrumento, un recorrido pormenorizado por los diferentes aspectos técnicos de ambas manos y consejos sobre cómo afrontar determinadas dificultades. Algunos incluyen consideraciones sobre la compra de instrumento, su cuidado, principales escuelas de luthería, repertorio recomendado para tratar determinados problemas… Sin duda alguna, el tratado más significativo de todo el siglo XX es el de Ivan Galamian (Interpretación y enseñanza del violín), maestro de una generación de grandes violinistas. Galamian nos presenta un análisis detallado de todos los factores físicos y técnicos relacionados con el violín: colocación del cuerpo, sujeción del instrumento, ejercicios para trabajar escalas, golpes de arco, vibrato, cambios de posición… Para muchos es el tratado más completo y, de hecho, podemos hablar de él como del último gran tratado.
Tal y como indicamos al principio, las siguientes referencias escritas no tratan de aclararnos qué hacer con el violín para hacerlo sonar, sino qué hacer con nosotros mismos. En esta línea destacó de forma sobresaliente Yehudi Menuhin, tanto con sus publicaciones como con su labor didáctica y de difusión de nuevos puntos de vista sobre la música y el instrumentista. También incluimos en este apartado los planteamientos de la citada Dominique Hoppenot, a cuya clase acudieron grandes violinistas en busca de consejos no precisamente técnicos ni musicales.
Así pues, podemos establecer, desde los tratados más tempranos, una evolución en los tratamientos que conduce de los aspectos más universales a los más particulares. Podemos considerar la música como el elemento más objetivo entre todos los abordados, pues sus leyes han permanecido suficientemente inalterables y es a lo que debe subordinarse la subjetividad del intérprete. Hasta el Romanticismo es la principal referencia, y el violín únicamente era considerado un mero instrumento a su servicio. Posteriormente, los autores se centran en el violinista como artista, y ya no tanto como músico. En muchos casos es la música la que está al servicio del intérprete, el cual es el verdadero protagonista. Finalmente encontramos al violinista como profesional. Ahora se trata de encontrar en él la disposición subjetiva para abordar el violín. Es un planteamiento que no discute en ningún momento sobre aspectos musicales, sino que insiste al violinista sobre la necesidad de no olvidar la música como lo más objetivo de su trabajo. El profesional cuestiona sus condiciones personales para poder dar lo mejor de sí al violín.
De la música al intérprete y del intérprete a su subjetividad y su disposición ante el instrumento. La música nos aporta una base en continuo desarrollo que nos lleva, en primer lugar, a una evolución del violín y después a un cambio en el violinista mismo. ¿Cuál será el siguiente paso? ¿Hacia dónde nos conduce la música y hacia dónde nos obligará a volver la mirada?
Muy interesante, gracias por el texto (aunque lo leeré completo más rato, lo guardaré en un bloc de notas)
Armand