Cuando el pequeño Nigel daba sus primeros pasos con el violín, sus profesores ingleses se relamían pensando que tenían un nuevo niño prodigio del violín clásico (y de la viola), un Perlman, un Haifetz, tal vez un Menuhin, el maestro que, cuando descubrió sus extraordinarias dotes naturales con solo 7 años, le financió sus estudios en su prestigiosa escuela. De padres y abuelos músicos profesionales, nadie dudaba de que tenían a una nueva joya en la familia, quizás el mejor de todos.
Y no es que el travieso Nigel les haya defraudado, pero quizás no ha llevado la carrera que ellos esperaban. Tal vez fue el virus que el gran Stephane Grappelli le inoculó, a los 13 años, cuando lo llevó a tocar jazz en clubs de Inglaterra y más tarde hasta el Carnegie Hall de Nueva York, pero desde siempre nuestro sonriente violinista ha hecho lo que le ha dado la gana; desde el peinado punki que lucía mientras tocaba unas impactantes (en el buen sentido para algunos, en el malo para otros) Cuatro Estaciones de Vivaldi (de las que llegó a vender más de tres millones de discos), hasta la elección de sus extrañas filias y fobias: amor por Vivaldi, desdén inicial por Mozart, al que terminó finalmente amando; pasión por el jazz, por el klezmer, desprecio por el violín country. No se le puede negar una coherencia total con sus inclinaciones, sin importarle absolutamente nada lo que piense la crítica especializada. Incluso se le reprocha su acento un poco paleto, algo llamativo cuando en entrevistas realizadas de niño pronunciaba un inglés absolutamente correcto.
Así, su carrera en el ámbito clásico ha ido intercalándose con incursiones en diversos estilos, versionando e improvisando a Jimi Hendrix, a los Doors, a Kate Bush, o a clásicos del jazz. De todas estas aventuras (y de su afición a los canutos) extrae material e inspiración, como cuando utiliza motivos de Jimi Hendrix en una cadencia improvisada del concierto para violín de Beethoven.
Sinceramente, a mí me cae bien (aunque no le perdono su aversión por el country-folk) y además me gusta su forma de tocar. A muchos les desespera que aparezca en una gran sala de concierto vestido de pordiosero mientras todos los demás músicos están escrupulosamente trajeados. Pero en fin, si terminara pasando por el aro de la corrección, me decepcionaría. Sólo le recomendaría dejar los porros que, contrariamente a lo que él cree, no considero ningún beneficio creativo para un músico. Las grabaciones que he escuchado de él, tanto las de estilo clásico como los estilos populares, me parecen muy interesantes y desprenden siempre una dulzura especial.
En su último disco, como hacen muchos músicos en la madurez de sus carreras, revisita a un clásico: el jazz clásico de Gershwin, al que, aunque no aporta nada realmente novedoso, sí trata con una gran sabiduría y buen gusto. Realmente a veces parece que escuchamos, a través de Nigel, las enseñanzas del maestro Grappelli, que le descubrió de niño el mundo del fiddle jazz.
En este disco incluso se atreve a regresar al piano (instrumento con el que realmente comenzó a tocar jazz de niño, escuchando y copiando los discos de su padrastro).
«Para mí, el trabajo de Gershwin se resume en tres ingredientes principales: la fusión del jazz y la música clásica, las bellas influencias melódicas de la cultura judía y la energía única de la ciudad de Nueva York»,
«Cuando tenía alrededor de 14 años, recuerdo haber interpretado a Lady Be Good con Grappelli en Ronnie Scott’s. Las canciones de George e Ira Gershwin tienen tanto patetismo, encanto, sabor y destreza que ha sido una felicidad grabar estas obras maestras».
«Y es que en obras como Rhapsody in Blue, óperas como Porgy and Bess, canciones y musicales de Broadway, George Gershwin combinó música clásica, el jazz y la música popular como ningún otro compositor».