“No soy exclusivamente músico, como los últimos cuarenta años bien habrán demostrado”.
Alfred Brendel
Dice Alfrend Brendel al final de estas bellísimas conversaciones que hace tiempo que supo que, “el caos brilla con luz trémula a través del velo del orden”. Con este verso del poeta romántico Novalis resume su intención musical, su visión de la vida, también nos revela que es, probablemente, el músico más culto del pasado siglo XX. Brendel habla de los aforismos de Wittgenstein con soltura, de su gusto por el dadaísmo y lo absurdo, de lo grotesco, de filosofía alemana y de su propia voracidad literaria, de pintura y de poesía, como veremos.
Hijo único, mimado por unos padres ajenos al mundo de la música que, como él mismo prosigue narrando: “le transmitieron confianza, puntualidad, pasión por el orden y, en última instancia, amor…”. Aún así, dice, “me convertí en lo que ellos no fueron”. A los seis años ya recibía clases de piano “porque era el no va más de las buenas maneras»; a partir de los dieciséis y tras varios profesores esporádicos, ya no tuvo ninguno más. Aunque parezca imposible, Brendel ha sido un auténtico autodidacta en todo lo que hace. Aprendió técnica tocando a Lizst, nada menos, comenzó a grabarse con uno de los primeros magnetófonos que debieron existir en la época y así, podía autocorregirse; el repertorio se lo preparaba él solo, midiéndose con las obras. “Cuando mi profesor dijo que era hora de dar un recital, yo hice lo que me dijo. Mi padre alquiló un frac para mí, me ajustó una rígida golilla alrededor del cuello. Luego me ajustó una corbata de lazo y me dirigí al escenario”.
Como buen centroeuropeo de su tiempo, Brendel narra su pasión por la literatura alemana: ávido lector de Musil, llegó a hacer un índice con las palabras clave de “El hombre sin atributos”; devorador también de la obra de Thomas Berhard, de Hermann Broch, de Thomas Mann, a cuya “Montaña mágica”, siempre vuelve. Nos cuenta que la literatura le parece una herramienta importante para comprender el mundo, cree que es más fácil entenderlo leyendo grandes novelas que observando a la gente. Sí, Alfred Brendel siempre ha estado desafiantemente fuera de todo: de su familia, pues su madre tardó en perdonarle que no se convirtiera en un licenciado con título y derecho a pensión; del mundo de la música, pues no le interesaban los academicismos clasizantes de su época y nunca quiso tocar como los demás. “Mi carrera siempre fue un proyecto a largo plazo, yo sabía que tenía talento y complexión física”. No olvidemos que, al fin y al cabo, el gran Alfred Cortot decía que un buen pianista es asunto exclusivamente de complexión. Es un espíritu completamente independiente que venera a dos grandes pianistas: Edwin Fischer, cuyas interpretaciones poderosas de Bach le frenaron a la hora de abordar este autor; y Alfred Cortot, cuyas majestuosas interpretaciones de Chopin le hicieron reflexionar sobre la necesidad de que él mismo pudiera dedicarse a su obra; al fin y al cabo, ya estaba Cortot.
Brendel no se explica su éxito, dice, no tiene memoria fotográfica, no fue niño prodigio y tampoco puede tocar más rápido o más fuerte que otros pianistas. “Creo que me gustaba pensar y leer, por lo que decidí crear mi propio camino”. Es posible que lo que distinga a Brendel como intérprete sea precisamente eso, que su música nos dice muchas cosas, mientras que muchos pianistas jóvenes de hoy… no nos dicen absolutamente nada.
Nos habla también de sus compositores favoritos, entre los que se encuentra Haydn, del que Brendel destaca… ¡su humor! “La música absoluta también puede divertir, Salieri ya se quejaba de que Haydn mezclaba las categorías estéticas: lo sublime en la cima, debajo lo humorístico… ¡Incluso podía hacerlo en una misa!” Haydn también tiene su propio lado oscuro, dice Brendel, “puede llegar a desgajar la música abruptamente… una abrupta ruptura que puede resultar cómica y a la vez inquietamente siniestra”. Es esta dualidad entre el humor y lo siniestro, lo que realmente le interesa a Brendel y que conforma, desde su punto de vista, el verdadero arte, la vida y el mundo, ese caos velado por la apariencia del orden, que encierra la verdadera fuerza que mueve las cosas. Sí, a Brendel le gustaría compartir con Haydn los últimos meses y semanas de su vida, confiesa.
Brendel desmonta tópico tras tópico, como por ejemplo que Beethoven sea técnicamente más exigente que Mozart: “¿Cuantos pianistas hay que realmente puedan convencer al interpretar una sonata de Mozart? Las razones no son solo musicales sino más bien concretamente técnicas. Para tocar bien a Mozart al piano hay que dominar una textura tan transparente, que casi resulta evanescente”. Además de Lizst y Beethoven, adora a Schubert, del que ofrece un consejo técnico a los jóvenes pianistas: “los acentos en el discurso musical de Schubert deben ser siempre preparados trasladando parte de su intensidad sobre el tiempo débil del compás o sobre la anacrusa, formando un todo musical”. Así, en Schubert podremos perdernos como en un bosque frondoso.
Nos dice Brendel en otro memorable monólogo que nunca ha creído en el mito del piano como instrumento de percusión. Las invenciones de Bach se compusieron concretamente para tocarlas como punto de apoyo al canto: “al tocar siempre he procurado extraer el sonido de las teclas y no golpearlas. Martillear y clavar no es lo mío”. En realidad, confiesa, creo haber aprendido más de los cantantes y directores de orquestas que de muchos grandes pianistas
El silencio y el sonido, el caos y el orden, el humor y lo siniestro, todo ello tiene que ver con toda una perspectiva estética. De hecho, el propio Brendel se define básicamente como un esteta. Revela su gusto por uno de sus pintores favoritos, quizás el pintor más musical que haya existido nunca, precisamente por su silencio: Giorgio Morandi. Como un anacoreta, Morandi pasó toda su vida pintando las mismas botellas y jarrones, contemplando su silencio, la luz que incidía sobre sus contornos polvorientos.
Al final de su vida, ya había descubierto que las sombras podían tener peso y el vacío, colmarse. Morandi pintaba las propias botellas, les daba una mano de pintura grisácea y dejaba que una gruesa capa polvo las homogeneizara, evitando brillos, convirtiéndolas en objetos esenciales, casi como si estuvieran hechos todos del mismo material, arquetipos geométricos. Al final, Morandi consiguió el vacío, los huecos como silencios adquieren forma en sus últimas acuarelas y las propias formas objetuales, se desvanecen. Los objetos adquieren esa transparencia mozartina que evocaba Brendel. “Nada es más abstracto que la realidad”, pronunció Morandi, algo que subrayaría sin duda nuestro músico esteta.
Es curioso que tanto Morandi como Berndel fueran dos solitarios, apartados de las modas e incluso del propio mundo del arte, ambos obstinados en su silenciosa e incesante protesta contra la frivolidad. Sí, la obstinación de estos solitarios, que conocen bien el fracaso, al final es lo que salva al verdadero arte. Silencio sepulcral provocan los cuadros Morandi, como en el que Brendel vive ahora, que ha entrado en el mundo de la sordera. El gran músico, poeta, esteta, hace tiempo que ya no toca el piano… ¡y no lo echa de menos! “Honestamente, disfruto mucho del silencio”, confiesa.
Concluye con unos consejos para los jóvenes pianistas. El primero es técnico: “si una nota forma parte de la elaboración melódica, entonces esa nota, como constante columna vertebral de la figura resultante, debe ser brillantemente enfatizada”.
El segundo, vital: “Vive pegado al reloj, planifica tu repertorio y no ambiciones demasiado, solo en ese caso serás relativamente libre. No utilices improperios cuando vayas mal (recuerdo a una joven pianista que se quedó atascada y gritó ‘¡Maldición!’). Nunca respondas a la crítica. Practica lo suficiente pero no compulsivamente. Asegúrate de que estas suficientemente a solas. Mira a tu alrededor. Afectuosamente.”
Gracias, Mr. Brendel.