En un lugar muy concreto de la ciudad de Delft comienza el laberinto geográfico e histórico en el que nos va a sumergir Ramón Andrés, un mundo de música, óptica, filosofía, arte y una manera nueva de ver y sentir el mundo. Detrás de la Nieuwe Kerk de Delft se erigía el taller de un luthier que aparece representado en un cuadro que apenas mide lo que una caja de zapatos y titulado, Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos musicales, que Carel Fabritius, alumno de Rembrandt y ejemplo para Vermeer, pintó en 1652.
El taller del luthier representa una época donde se hacía un trabajo, se producían cosas, objetos reales y bellos, “donde la madera adquiría forma para dársela al mundo y compensarlo”, era el lugar “de una armonía necesaria”. Andrés nos ofrece todo un compendio de virginales, tiorbas, laúdes, violas da gamba y violines que podemos acariciar en las bellas ilustraciones que acompañan a esta historia de una música más callada que la de hoy en día, pues eran instrumentos para tocar en la intimidad de una habitación vacía a medias.
Talleres donde se hervían colas, donde se fabricaban barnices en depuradas mezclas y composiciones secretas, que Andrés recoge minuciosamente en una narración preciosa sobre los luthieres y arqueteros de la época. Una época que debía mucho a la navegación y al comercio de maderas preciosas pues, como dice nuestro autor, un árbol nos propone cosas: “el arce podía ahuyentar a los murciélagos y el nogal era el árbol de los espíritus; sin embargo, “con la capacidad de un cálculo y de unas manos para trasladar una época a su proporción musical, a su armonía”, los árboles quedaban transmutados en verdaderas joyas labradas, taraceadas, pintadas.
Y es que Andrés nos habla de una época muy alejada de la Europa del catolicismo, una época donde se sabía escuchar: “pensar los días, no correr más que lo que corre la jornada solar. Tiempo de entrega”. Una época donde filósofos, pintores, luthieres y ópticos iban de la mano. Otro de los protagonistas del libro es precisamente Spinoza, un hombre bajito que vivió a unos pasos de Carel Fabritius, en un cuartito con apenas una mesa donde escribía y se dedicaba al pulido de lentes. Una vida que era una reclusión dedicada “a la certidumbre de que a la verdad se llega por medio de la filosofía”, “que todo lo que existe no habría podido existir de manera diferente a como existe”. Spinoza es la aceptación, que somos polvo y además no hay ninguna tragedia en ello.
Pero pensar iba unido a pulir lentes, el trabajo manual engrandecía el pensamiento, como el del luthier al colocar el alma en sus instrumentos. Era un mundo donde la óptica y la astronomía estaban dando saltos de gigante. Andrés nos lleva de la mano por todo un laberinto de espejos, cajas perspectivas, telescopios invertidos, todo tipo de elementos que utilizaban los pintores y también los luthieres. Porque, “Fabritius y Vermeer, como Spinoza estaban interesados en la dimensión que empezaba a abrirse a su mirada…delinear en el intelecto una nueva forma del mundo y sus objetos gracias a los recursos mecánicos y numéricos”.
Volvemos así a la pintura, a la de Fabritius, de la que apenas si nos queda un pequeño cuadro de un jilguero, a Vermeer pintado su maravillosa “Vista de Delft”, que tanto entusiasmaría después a Marcel Proust; al laberinto de las calles y las iglesias desnudas de increíble sonoridad. También a los interiores holandeses, despojados de toda épica, donde una mujer lee una carta, vierte líquido de un aguamanil azul y blanco, toca un virginal… porque Andrés nos lleva de la mano por toda esa fascinante pintura holandesa que nos descubre una sociedad donde importaba el objeto, donde las cosas tenía valor por sí mismas y donde las mujeres hacían música, en realidad casi todos hacían música.
“La vida discurría conforme a su destino, conforme a lo que es, no había intención de invocar otro mundo”, cuadros de mujeres con cítaras, lecciones de música, músicos callejeros, afinadores, muchachas tocando el virginal, instrumento al que Andrés le dedica un bellísimo capítulo. El virginal, el clavicémbalo, en todos ellos se unían música, pintura y ciencia, pues las manos de los pintores y escultores decoraban las cajas de resonancia, los mástiles, las clavijas, fabricadas gracias a los avances de la óptica y la mecánica.
El laberinto de nuestro luthier de Delft se va cerrando, nombres, instrumentos, ideas, cuadros que culminan en la música de otro hombre a veces olvidado, Sweelinck, admirado por Bach y compositor de una música extraordinariamente construida.
“Pensar en la música de Sweelinck es acercarse a una forma de estar, a una voluntad de desmenuzar la realidad y descubrir el carácter moral de las cosas, del mundo. Su música es una decisión, es un acuerdo”.
Su Fantasía cromática es una arquitectura que va generando nuevas geometrías, que podría no acabar, como este laberinto en el que nos ha sumergido Andrés a modo de viaje iniciático. Era una música que no pretendía narrar, basada en el punto y el contrapunto, es un mundo pensado y formulado de forma distinta:
“la enseña de Sweelinck es la solidez, la estructura trabajada hasta el último detalle, la complejidad asumida como algo connatural a quien busca lugares no explorados, el contrapunto guiado por el sentido rítmico, las variaciones riquísimas no del tema, sino de los contrasujetos”.
Es natural, entonces, que Glenn Gould se interesase por Sweelinck siglos después, interpretando esa Fantasía como si cada nota fuera todo un mundo en sí misma, laberinto y premonición de las variaciones Goldberg, que hizo suyas.
Así se cierra el laberinto que comenzó con un pequeño cuadro donde un luthier pensativo se sienta ante una vista de Delft, la misma ciudad en la que vivió Spinoza, unas calles más allá de donde Vermeer colocaba su telescopio invertido, siempre a la misma hora, para poder pintar su propia vista de Delft, la ciudad donde las mujeres leían o tañían una tiorba en soledad, porque el saber se adquiría en soledad, donde se descargaban maderas en los muelles para fabricar los mágicos instrumentos.
Una época donde filosofía, música, ciencia y pintura estaban unidas, los objetos poseían su sentido y el trabajo se hacía con la convicción de producir algo bello. Instrumentos ya desaparecidos que producía una música diferente, porque era una época donde el oído atendía a un mayor matiz, en vez de a un mayor volumen.
Precioso artículo.