Hemos descrito en los capítulos precedentes las laboriosas operaciones que nos permiten aspirar a construir un instrumento semejante a los que hicieron los grandes maestros italianos de Cremona del siglo XVIII. Sobre todo en lo que se refiere a su resultado sonoro y su tipo de timbre, tan apreciado. Ahora tenemos que protegerlo para evitar que su uso y el paso del tiempo deterioren con rapidez la madera desnuda, muy sensible a cualquier agente externo, y para ello existen infinidad de recursos según los fines y destinos que vaya a tener cada uno de ellos. En nuestro caso, empleamos barniz.

Nosotros diseñaremos un tipo muy específico de barniz, puesto que no sólo va a cumplir una función de protección, sino que, además, va a participar en un sistema muy complejo de unas delgadas maderas en vibración.

Como es fácil de comprender, llegado este punto no nos podemos permitir el hecho que un barniz inadecuado altere o arruine las excelentes cualidades sonoras que tanto trabajo nos ha costado conseguir con esas operaciones tan minuciosas y tan precisas que nos ha exigido construir la caja armónica. Intentaremos conseguir aplicar un barniz que proteja, embellezca y cumpla con esa indispensable condición. Nuevamente tenemos que volver la vista hacia lo que hicieron los clásicos italianos hace siglos. Las condiciones que le vamos a exigir a ese barniz serán que sea transparente, ligeramente coloreado, delgado, ligero, elástico y bello. No es tarea fácil.

historia de la luthería, barnices

En materia de barnices hay infinidad de enciclopedias escritas. Miles de estudios y de formulaciones químicas. Las fórmulas que se han ido creando cubren con amplitud las necesidades de cualquier elemento de madera para preservarle de su deterioro por el uso y el paso del tiempo. Pero la inmensa mayoría de todos esos barnices son inadecuados para nuestros fines. En la industria actual hay componentes magníficos y modernos que si no fuera porque pueden alterar las cualidades sonoras serían perfectos para proteger nuestros instrumentos. Por encima de la protección en si misma tenemos que pensar en el sonido. Podemos afirmar que admitimos el uso de barnices más delicados, sensibles al desgaste por el uso y de problemático mantenimiento, con tal que sean aptos para el buen funcionamiento vibratorio de las tapas. En líneas generales, las fórmulas de los cásicos vuelven a cobrar protagonismo.

Un barniz, básicamente, se compone de un disolvente, en el que diluimos unas resinas, junto con algunos componentes adicionales, y que serán las que aporten las cualidades de protección y funcionamiento adecuadas. Es simple pero, a la vez, muy complejo. Los que nosotros emplearemos se pueden dividir en tres grupos, en atención al disolvente empelado. Los barnices al alcohol, los barnices grasos, disueltos en esencia de trementina y los barnices al aceite. Y las resinas que nos van a exigir nuestras particulares condiciones serán blandas y ligeras.

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Al disolver una resina pierde su estructura molecular. Al ser aplicada en forma de película de barniz se inicia el proceso de “secado”. En realidad se produce en dos fases. El secado, propiamente dicho, que consiste en la evaporación de los componentes volátiles de los disolventes, y una segunda fase, de una duración bastante más larga, en la que las resinas vuelven a enlazarse molecularmente, para recuperar su estructura inicial. Esa fase no es perceptible por nuestros ojos, y puede durar bastantes años, hasta que el barniz vuelve a tener consistencia. Hay tratados, escritos por sesudos historiadores que le conceden varias decenas de años a los barnices que emplearon los clásicos italianos del 1700 hasta completar este proceso. Se habla de 40 ó 50 años, incluso más. Esta puede ser la explicación de la gran pérdida de barniz, por desgaste, en los instrumentos de los grandes maestros, probablemente producida en esos periodos iniciales de uso.

De todas las resinas usadas en la historia de la lutheria, podríamos destacar tres, que han sido y son utilizadas mayoritariamente. Estas son la sandáraca, la almáciga y la goma laca. Es el momento de hacer algo de historia.

Los barnices, tal y como los entendemos, son antiquísimos. Algunas de las resinas mencionadas ya se utilizaban en el antiguo Egipto. Hablamos del año 4.000 A. C. Ejemplo de ello es la sandáraca. Es una resina natural, procedente de árboles como el enebro, que ya fue empleada en sarcófagos y pinturas coloreadas en diferentes utensilios por los egipcios. La almáciga, resina procedente de árboles mediterráneos, como el lentisco, ya tiene referencias en el año 400 A.C. y se utilizaba en cosmética y como limpiador dental. Es una resina muy blanda y sensible al calor y al masticarla, se ablanda y actúa como aromatizante, por lo que se le reconoce con el sobrenombre de “mastic”. La goma laca, procedente de la India, tiene referencias en el 3.000 A.C., y procede del exudado de ciertos gusanos de selvas tropicales. Las cualidades de cada una de ellas son muy diferentes y sus disolventes, también. La almáciga es soluble en esencia de trementina, sustancia procedente de la destilación de la resina de los pinos, y la sandáraca y la goma laca son solubles en alcohol. Hay tratados de formulación química de barnices desde el siglo IX, en los que se mencionan estas resinas en infinidad de combinaciones. Pero no todavía con gran profusión en instrumentos musicales, que hasta el siglo XIV no cobran especial protagonismo. Tengamos en cuenta que la introducción del arco en Europa se produjo en el siglo X, procedente del lejano Oriente.

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Pero, con el nacimiento del violín en el siglo XVI, y su gran aceptación en los ambientes musicales de la clase social alta para sus veladas palaciegas, se produce un gran protagonismo de los barnices, tanto por su indudable belleza como por sus especiales cualidades en materia de sonoridad. Y de ello enseguida se dan cuenta los grandes maestros luthiers, principalmente los de la familia Amati, que ya le dedican una especial atención. Hay referencias anteriores, como por ejemplo la goma laca, que aparece con fuerza en Venecia, hacia el siglo XIII, para extenderse rápidamente por toda Italia. Interesante es un tratado escrito por Cennino Cennini, en el año 1390, en el que propone una fórmula para barnizar laudes. Le puso por título El Libro del Arte, y en uno de sus capítulos se hace referencia a una preparación que le llama Barnices para Luthiers.

Desde los primitivos Amati hasta los maravillosos cremonenses del siglo XVIII se han utilizado barnices de parecidas composiciones. Ello era debido, según los historiadores y estudiosos de la materia, a que los luthiers no eran químicos. No fabricaban los barnices que aplicaban. Eran comprados a los drogueros y alquimistas de la época. Por lo menos en lo que se refiere al barniz base. Luego, es posible que cada uno lo modificara con algún compuesto de su elección para obtener algún color en particular o alguna cualidad adicional.

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Cuando se ha hablado tantas veces que “el secreto” de los violines de Antonio Stradivarius residía en la especial fórmula de su barniz no es más que una leyenda sin gran fundamento, ya que se supone que él compraba también el barniz a los drogueros y luego lo modificaba a su gusto. En la actualidad sigue habiendo muchas propuestas para enunciar la composición del barniz del gran maestro. Muchos estudios. Muchos análisis. Con poderosos medios analíticos. Pero realmente esos análisis solo nos pueden aportar la composición molecular de un barniz que tiene tres siglos.

Nuestra experiencia, basada en la construcción de muchos instrumentos, y de la comprobación del resultado estético y sonoro que resulta, hace que nos decantemos por emplear una fórmula que según un químico francés del siglo XIX, llamado Mailand, fue el que usaron en Cremona los grandes maestros. Se trata de un barniz graso, que emplea la almáciga como resina principal, a la que se añade una proporción de otra resina blanda, el Dammar, que tiene una propiedad muy apreciada, como es su transparencia, con un índice de refracción muy parecido al del vidrio. Disueltas en esencia de trementina y con la incorporación de algo de aceite de lino para proporcionarle una dureza que esas resinas no tienen. Luego, como siempre, coloreado al gusto con pigmentos o con alguna otra resina natural y otros productos que le ayuden a su duración o belleza y transparencia. Es muy sencillo, pero complejo en su elaboración. En nuestro caso, que nos inclinamos por emplear este barniz base, consideramos que la sandáraca tiene unas propiedades que conviene aprovechar y la incluimos en nuestra formulación.

El inconveniente es que la almáciga se disuelve en esencia de trementina y la sandáraca en alcohol. Teóricamente son incompatibles. Para resolver este inconveniente se utiliza un proceso, muy conocido en los ensayos químicos, que es emulsionar dos soluciones, una de almáciga y dammar en esencia junto con otra de sandáraca disuelta en alcohol, con incorporación de la cantidad de aceite (normalmente de lino) necesaria para completar su composición. Esta mezcla se realiza en caliente y el disolvente más volátil, el alcohol, se evapora rápidamente, quedando una emulsión con la almáciga disuelta en esencia, junto con el aceite, y la sandáraca incorporada a la mezcla. Un enfriamiento rápido evita que se disocie la mezcla preparada.

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Y otra de sus dificultades aparece cuando damos por terminado el proceso de secado y montamos el instrumento para comenzar a ser usado. Aunque parece seco, el barniz todavía permanece bastante blando. Sabemos que durante unos meses se deben extremar las precauciones en su uso para evitar un desgaste prematuro. Este inconveniente lo asumimos y lo debe asumir también quien lo estrena. Entendemos perfectamente la reticencia que pueden tener los músicos a comprar instrumento nuevo cuando el barniz es de este tipo.

Naturalmente, este inconveniente va cediendo con el paso de los primeros meses y van apareciendo las cualidades que nos han decidido a emplearlos. En poco tiempo, a veces un año o dos, tendremos un instrumento con un aspecto magnifico y de una importante sonoridad. El cliente es el que decide si merece la pena pasar por estos delicados momentos para terminar disfrutando de un magnífico instrumento.

Las alternativas a este tipo de barnizado son empleadas con mucha frecuencia por infinidad de luthiers. Uno de ellos, muy popular, es el que utiliza la goma laca. Su fácil aplicación, su magnífico aspecto cuando está recién aplicado y su rapidez en el secado son muy tentadores para cualquier luthier. Su principal inconveniente surge cuando empieza a envejecer. Su fragilidad y poca resistencia al uso terminan por arruinar unos principios muy prometedores. Por eso, cada vez menos constructores optan por emplearlo. Por el contrario, es muy útil en las reparaciones ya que admite muy bien la pigmentación y su rapidez en el secado permite avanzar en el proceso sin grandes esperas. Siempre y cuando se emplee en zonas muy pequeñas, especialmente para maquillajes y retoques en reparaciones de poca envergadura. Si caemos en la tentación de reponer las zonas desgastadas de un buen barniz antiguo empleando goma laca, pronto nos arrepentiremos de haberlo hecho.

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El barnizado con barnices al aceite, que se emplea como disolvente, tienen bastante aceptación por muchos luthiers. Incluso ciertas teorías modernas apuestan por afirmar que este era el preferido por Stradivarius. Es un barniz que se aplica más fácilmente que el de esencia y alcanza muy buenos acabados, pero, en nuestra opinión, el natural endurecimiento del aceite conduce a una capa excesivamente dura y no tan beneficiosa para el sonido. Junto a estos barnices descritos, que son los más clásicos, conviven muchos otros, de cierta calidad estética y suficiente buen comportamiento en lo que se refiere a la sonoridad, pero, ni en uno ni el otro aspecto, llegan a igualar las cualidades de los barnices tradicionales. Sobre todo los de esencia.

Parece que hemos llegado al final del camino obteniendo un barniz excelente para nuestro instrumento. Sabemos que va a funcionar bien y que lo va a embellecer. Pero también sabemos que si depositamos este barniz sobre la superficie limpia de la madera, que es muy absorbente, es fácil que nos encontremos con la desagradable situación que penetra en exceso en ella, modificando por completo su estructura leñosa, arruinando todo nuestro trabajo anterior. Es imprescindible aislar la superficie con alguna sustancia que lo evite. Vulgarmente se llama tapaporos. Es sobradamente conocida la necesidad de utilizarlo antes de barnizar cualquier objeto. En nuestro caso tenemos que encontrar esa sustancia que apliquemos sobre la virgen superficie de nuestro instrumento y que no penetre alterando sus cualidades. A lo largo de la historia se han empleado los más diversos compuestos que cumplan esta función. Dispares y, a veces, carentes de toda lógica. Incluso con efectos contraproducentes. Por similitud con los lienzos utilizados en pintura se han aplicado muchos de los utilizados en la preparación de las telas. Y no siempre acertados. Muchos luthiers, incluidos algunos de las mejores escuelas italianas antiguas, han pensado que sólo se trata de un mero tinte destinado a darle un aspecto envejecido y poco más. No es lo que se necesita. Porque ha quedado demostrado que los grandes maestros también lo aplicaban en el interior.

El objetivo era otro. Posiblemente, en los comienzos de los experimentos realizados por los cremonenses, se buscaba una protección de la madera contra los agentes atmosféricos y la propia agresión de los insectos. Quizá ese fue el inicio. Impermeabilizar y hacer de fungicida. Sin penetración en el seno de la madera. Las ceras naturales de alta densidad parecían aptas para ello. Normalmente disueltas en alcohol. De todas ellas, destaca por su eficacia el propóleo. Se trata de una sustancia elaborada por las abejas que la utilizan como sellador de las celdas de las colmenas, que impermeabiliza y endurece. Además es un producto antiséptico y que pude incluso ser ingerido en proporciones adecuadas para dolencias de tipo infecciosas. Esta sustancia, debidamente preparada en combinación con alguna otra, se emplea para esa función impermeabilizante de las superficies de las tapas. Por dentro y por fuera. Así tenemos una preparación adecuada para recibir al barniz. Nosotros le llamamos imprimación. Los italianos le llamaron bernice bianca.

Con este proceso tan especial del barnizado hemos concluido la construcción de nuestro instrumento. Y, pretendemos haberlo hecho y descrito de modo semejante a como lo hicieron los grandes maestros italianos cremonenses. Nuestra propia experiencia, avalada por más de medio millar de instrumentos construidos, entre los tres luthiers que formamos la saga familiar, nos permite acariciar la idea de que hacemos lo correcto. Los buenos resultados que estamos obteniendo en la actualidad corroboran este pensamiento. Y ya son bastantes los músicos profesionales que confían en nosotros y que aceptan tocar en ellos.

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