Introducción
Las numerosas variantes tradicionales de instrumentos de cuerda frotada, tanto indígenas como criollas, desarrolladas en las distintas latitudes de América Latina, derivan del puñado de instrumentos de cuerda llevados por los europeos a las Américas a partir de fines del siglo XVI, incluyendo rabeles, violas (o vihuelas) de arco y tempranos violines.
Partiendo de un principio estructural común (un número determinado de cuerdas tensadas sobre una caja de resonancia y frotadas con un arco) y de unas formas de interpretación más o menos normalizadas (vertical sobre las rodillas, horizontal sobre el pecho o el hombro), las distintas comunidades latinoamericanas fueron desarrollando sus propios modelos, formas y estilos de acuerdo a los materiales que tuvieran a su disposición, a su propia experiencia artística, a los elementos previamente existentes, a su cultura musical y a sus preferencias sonoras.
Se dejan fuera de este trabajo los arcos musicales frota-dos indígenas (vid. Civallero, 2014), en muchos casos antecesores (aunque no en estructura e interpretación, sí conceptualmente) de los violines y rabeles actuales.
Violín tradicional de Chiloé. [Foto: Portal Patrimonio de Chile | Flickr].
2. Chile
El violín en Chile
El violín utilizado en la música tradicional chilena corresponde al modelo estándar europeo. Se emplean tanto la forma comercial estandarizada del instrumento como las distintas variedades artesanales; estas últimas, no muy abundantes en la actualidad, son construidas por luthiers que suelen darles a sus obras un toque único dependiendo de la región del país en la que trabajen.
En la elaboración artesanal que sobrevive, heredera de una larga tradición, se emplean maderas locales como el alerce (Larex sp.), el coihue (Nothofagus dombeyi), el ciruelillo o notro (Embothrium coccineum), el ciprés y el avellano. Las variedades hechas a mano tienen, por lo general, una caja acústica más plana que la del violín comercial, y su tamaño es mayor, lo cual le da un volumen y un timbre característicos. Algunas de las piezas (p.e. el cordal o «tiracuerdas») pueden ser más toscas o, por el contrario, verdaderas joyas de artesanía. Las cuerdas –cuatro, afinadas en quintas– son metálicas, aunque antaño hubo en Chiloé violines, los famosos «barraquitos», que las llevaban de tripa de carnero.
De acuerdo a los registros históricos, el violín fue usado en Chile para la interpretación de algunos ritmos folklóricos del norte del país (p.e. el cachimbo, vid. Fuentes G., 2008, o el huachi-torito, vid. Claro Valdés, 1997) y, acompañado por guitarra y bombo, para ejecutar la línea melódica de todas las variedades de cueca (Loyola y Cádiz, 2010).
El violín hecho en Chiloé, conocido como «violín chilote«, cuenta con una estructura y un sonido muy peculiares, y es usado en la interpretación de antiguas danzas locales como la pericona, el cielito, la nave o la trastasera. El instrumento fue llevado a la isla por los misioneros jesuitas a comienzos del siglo XVII y, debido al aislamiento geográfico, desarrolló allí una forma de construcción y de interpretación propia. Claro Valdés (1997) señala que su introducción habría sido obra del P. Luis Berger (1589- 1639), sacerdote francés a quién el historiador jesuita P. Pedro Greñón señala como uno de los principales impulsores de la práctica musical metódica en los dominios españoles del Cono Sur.
Violín tradicional de Chiloé (detalle). [Foto: Portal Patrimonio de Chile | Flickr].
En la actualidad el violín se encuentra en retroceso dentro de la música tradicional chilena; tanto su construcción como su interpretación popular han sufrido un notable declive. Afortunadamente, aún quedan algunos reductos en los que es posible escucharlo. Uno de ellos es Chiloé, en donde aparece formando parte de las llamadas «bandas de Cabildo» junto a guitarra, acordeón, flauta traversa, bombo y caja; esas bandas interpretan pasacalles en procesiones religiosas con las que se rinde homenaje a santos y vírgenes (FIDMTC, s.f.).
Rabel chileno
El rabel fue introducido en el actual territorio chileno por los conquistadores españoles. En la península Ibérica, este instrumento de cuerda frotada fue –y aún sigue siendo, en determinadas áreas– un cordófono pastoril, construido por sus propios intérpretes y utilizado sobre todo para acompañar el canto. Con una caja acústica de madera de formas diversas, las variedades españolas pueden poseer entre una y tres cuerdas, tradicionalmente de tripa, crin o metal, y pueden ejecutarse en posición vertical (apoyándolo sobre las rodillas del intérprete) u horizontal (apoyándolo contra el pecho o el hombro).
En Chile se conservó sobre todo la variedad de tres cuerdas (Radio Antumapu, 2011) interpretada en posición vertical con un arco de crin de caballo o mula negra, con un puente unido al alma y una cintura muy marcada. Existieron otras variantes, por supuesto: en el s. XVIII, fray Antonio Sors i Lleonart mencionaba «el rabel utilizado por manos indígenas [Mapuche] con tan solo una cuerda» (Rodón Sepúlveda, 1982). En su construcción se emplearon maderas de raulí (Nothofagus alpina) y cedro (en la provincia de Cauquenes, región del Maule), y de alerce, avellano, mañío (Podocarpus sp.), nogal, lingue (Persea lingue), castaño y canelo (en las provincias de Ñuble, región del Bíobío, y de Valdivia, región de los Ríos) (Lavín, 1955).
Los más tempranos registros históricos de su uso seña-lan su presencia en los funerales de Catalina de los Ríos y Lisperguer, «La Quintrala», en 1665: «dos rabelistas y cinco cantores asistieron a la ceremonia» (Rondón Sepúlveda, 1982). Fue mencionado luego con frecuencia en crónicas y relatos de viajes y, al parecer, fue muy apreciado por los «rabelistos».
Se acepta con reticencias su presencia histórica en el Norte Chico (sobre todo en localidades mineras del río Choapa, en la provincia homónima, región de Coquimbo), y se la discute en la isla de Chiloé, en donde el instrumento tradicional fue el violín y en donde el rabel habría sido introducido tardíamente. No quedan dudas de que su principal área de difusión fue la zona central del país, especialmente los valles interiores de la provincia de Colchagua (región de O’Higgins) y la Cordillera de la Costa de la provincia de Linares (región del Maule).
Lavín (1955) destaca una época dorada del rabel hacia finales del siglo XIX, durante la cual se lo empleaba para acompañar cantos y danzas, tanto en áreas rurales como en los alrededores de ciudades como Santiago. A principios del siglo XX aparece mencionado en algunas crónicas (p.e. la de Sandoval de las fiestas septembrinas de 1942, en donde se habla de un «desgreñado instrumento en forma de violín, con solo tres cuerdas y un descomunal arco»), aunque luego parece desaparecer. Se lo volvió a encontrar en uso en la comuna de Linares en 1964: el Instituto de Investigaciones Musicales de la Universidad de Chile contactó con una de sus últimas culto-ras, Emelina Crespo de Fuentes, en la localidad de Cueva del León. A ella, acompañada a la guitarra por su hija, se le grabaron los dos mejores y más antiguos ejemplos de rabel ejecutado por una cultora campesina.
Fue tradicionalmente utilizado por las mujeres para interpretar danzas y tonadas, y por los hombres para acompañar, junto al guitarrón, el canto a lo poeta (verso a lo humano y a lo divino). En este último género se lo usaba para apoyar las entonaciones, llevando la melodía y ejecutando preludios e interludios (Astorga Arredondo, 2000). Generalmente las cuerdas se afinaban en quintas y cuartas, eligiendo la tónica de modo que el temple general quedase cómodo al cantor o se ajustase a la afinación de la guitarra o el guitarrón acompañante (Urbina, s.f.).
En Chiloé, el rabel solía ser utilizado durante las procesiones, lo mismo que el violín, y como éste, era interpretado afirmando el instrumento contra el pecho o el hombro (Levín, 1955). A pesar de no haber tenido demasiada difusión en la isla (y mucho menos fuera de ella), el rabel chilote se ha hecho conocido en los últimos tiempos merced a los curiosos diseños del luthier Matías Millacura. Este ha confesado que comenzó a construir rabeles copiándolos de una enciclopedia, hacia inicio de la década de los 80′ del siglo pasado (La Estrella, 2011).
En la actualidad existe un movimiento de recuperación del instrumento, sobre todo en la zona central chilena, de la mano de investigadores, intérpretes y asociaciones culturales.
3. Bolivia
Violín chapaco
El violín chapaco, como su gentilicio indica, es utilizado tradicionalmente en el departamento de Tarija, al sur de Bolivia. Se trata de un instrumento campesino construido localmente siguiendo patrones antiguos y utilizando los materiales disponibles.
En conjunto, su talla es más pequeña que la del violín estándar; las dimensiones, formas y proporciones varían de constructor en constructor. Cavour (1994) señala algunas de las maderas preferidas por los luthiers tarijeños para la elaboración de sus instrumentos: quina quina (Cinchona officinalis) para las clavijas, chañar (Geoffroea decorticans) para el clavijero, arrayán (Myrtus communis) para el arco, y piezas de cedro para la caja. Cuando ésta última se elabora con láminas finas de pino o de sauce, el violín se denomina suyao. Como resina para el arco suele usarse, además de la comercial, la de molle (Schinus molle).
El cordal o «tiracuerdas» se elabora con asta vacuna (o, a veces, con lata) y es una de las características identitarias del instrumento. El alma es de caña, y las cuatro cuerdas suelen ser metálicas, de mandolina, aunque antaño se hacían de tripa de gato o de oveja. La afinación de las cuerdas varía según el gusto del intérprete y las características de la pieza a ejecutar, y no está en absoluto estandarizada; de hecho, se dice que hay tantas afinaciones como violinistas.
Tratándose de un instrumento de elaboración compleja, es comprensible que hasta tiempos recientes los músicos que deseaban iniciarse en la ejecución del cordófono buscaran alternativas más sencillas y asequibles. Para aprender solían elaborar un «violín» similar al de los Guarayo del oriente boliviano, con una gruesa pieza de caña que oficiaba como caja y mástil, cuerdas de crin de caballo, y un arco de caña y crin.
El uso de los instrumentos musicales tradicionales chapacos (caña, flautilla, erque, violín) está regulado por el rígido calendario ritual de Tarija, el cual viene marcado por las principales festividades religiosas católicas. En él se indican claramente los periodos en los que puede usarse cada instrumento (que a su vez está asociado a un género musical particular y a una forma determinada de canto y de danza) y los momentos y circunstancias en los que puede aparecer (generalmente dentro de las propias celebraciones religiosas). Tocar fuera del tiempo o del lugar asignado equivale a una transgresión, a la rotura de un tabú.
De acuerdo a este esquema, el violín puede ejecutarse durante la Pascua: desde el entierro del Carnaval, a finales de verano, hasta la Fiesta de la Cruz, a mediados de otoño. Es por ello que sus ejecutantes suelen llamarlo «violín pascuero». Durante ese tiempo acompaña los zapateos, bailes tradicionales en rueda (Vacaflores Rivero, 2011). Sin embargo, el violín es el único instrumento tradicional tarijeño que también puede interpretarse, sin inconvenientes, fuera del tiempo que tiene asignado dentro del calendario ritual. Aparece sobre todo en celebraciones menores como jaleyus o entierros de niños, jierras o marcado de animales, fiestas patronales, siembras y cosechas, etc., y también se lo usa para tocar música de baile no ritual (p.e. chacareras o cuecas).
Como ocurre con muchos otros violines tradicionales latinoamericanos, la supervivencia del violín chapaco o pascuero está amenazada por la competencia que representan los violines comerciales, en especial los chinos, que inundan el mercado con sus bajos precios. A esto se suma la presión, desde los sectores sociales hegemónicos, para normalizar su afinación y su forma de interpretación, ajustándolas a los estándares clásicos/académicos (Sánchez, 2010).
Violín chaqueño
El violín chaqueño se interpreta en el Chaco boliviano, parte de una región fitogeográfica mayor (el Gran Chaco) que en Bolivia abarca buena parte del departamento de Santa Cruz.
De acuerdo a Cavour (1994), el violín ejecutado en esta área es similar (aunque no idéntico) al violín chapaco o pascuero de Tarija. Al igual que en el resto de las tierras bajas sudamericanas, el instrumento fue introducido allí por los misioneros jesuitas y franciscanos. Como ocurre con su vecino tarijeño, el cordófono chaqueño es construido por artesanos de la zona con materiales locales, y asume tamaños y formas variables. Asimismo, y tal y como sucede en Tarija, los violinistas noveles comienzan tocando un sencillo instrumento elaborado con una pieza gruesa de caña. Cavour (1994) señala como curiosidad que en las tierras bajas se interpretaban violines fabricados con latas de alcohol y cajas de madera, o con dos o tres cuerdas; probablemente se tratase de instrumentos de aprendizaje.
Es interpretado sobre todo por músicos mestizos, dado que las sociedades indígenas del Chaco boliviano suelen ejecutar variedades de violín propias. Se lo asocia a eventos populares tales como herranzas de ganado, fiestas, casamientos y carreras de caballo, y suele aparecer ejecutando la música que acompaña a danzas folklóricas como el gato y la chacarera (Sánchez, 2010). En éstas últimas el violín juega un papel fundamental: el particular estilo interpretativo de los violinistas chaqueños (que hacen un uso casi excesivo de recursos como el glissando y el portamento) da a las melodías un toque inconfundible.
Muchacho Guarayo con un violín de caña. Hacia 1930. [Foto: García Jordán, 2009].
Violín de los guarayo
Los Guarayo viven en un puñado de comunidades de la provincia de Guarayos (departamento de Santa Cruz), como Urubichá y Ascensión. En la actualidad se los considera un pueblo indígena del oriente boliviano, de habla tupí-guaraní; sin embargo, su origen todavía no está del todo aclarado. Las misiones jesuitas y franciscanas que desarrollaron su actividad en Moxos y la Chiquitanía, en las tierras bajas de la actual Bolivia, redujeron a distintas sociedades originarias, cuyos rastros y sus identidades se perdieron al ser homogeneizadas, en distintos grados, dentro de las misiones. Como resultado, en la actualidad existen pueblos (los Guarayo, los Chiquitano, los Mojeño) que se consideran «indígenas» por mantener un número de rasgos culturales propios (como la lengua) pero cuya historia reciente parece iniciarse en las reducciones católicas.
El nombre «Guarayo» (también escrito Gwarayu) fue aso-ciado durante la época republicana a las ideas de «salva-je» e «inculto», y se aplicó también al pueblo Esse Ejja, otra de las sociedades indígenas de las tierras bajas bolivianas.
Los franciscanos introdujeron el violín entre los Guarayo; estos, curiosamente, desarrollaron tres variantes propias, aún construidas en la actualidad. La variedad más común es la de estilo europeo; si bien sigue el patrón estándar, se la elabora con esquemas y materiales locales, prefiriéndose para ello la madera de cedro (kaika-chingui). Se lo utiliza en la iglesia, y para interpretar todo tipo de música religiosa durante celebraciones, actos o festividades del calendario católico. Las otras dos variedades se emplean fuera de la iglesia, aunque sus interpretaciones pueden estar relacionadas con la religión. El yata miöri está hecho con una pieza de caña takuara que compone tanto la caja de resonancia como el mástil y el clavijero. Por su parte, el takuar miöri es un instrumento híbrido, con caja de resonancia de caña y mástil tipo europeo, de madera de guayaba (Psidium guajava) o de gabetilla (Euterpe precatoria); ambas piezas se unen con resinas de plantas silvestres (Sánchez, 2010).
Las variedades de caña (yata) son utilizadas en todas las tierras bajas bolivianas como opciones baratas y sencillas para el aprendizaje. Puede que con el paso del tiempo se volvieran populares en algunas regiones y adquiriesen identidad propia. El proceso de construcción es relativamente simple: se cortan piezas de takuara de unos 8-10 cms. de diámetro y se dejan secar en un ambiente fresco durante una semana. Se talla el clavijero, se abren los oídos en el cuerpo de caña, y se prepara un cordal o «tiracuerdas» sencillo, generalmente de alambre. Las cuatro cuerdas son metálicas, aunque antaño eran de tripa seca de pecarí (tayasugwaikuchi repo’i ryvir) o de mono. El puente se hacía con un pedacito de la propia caña, pero hoy se elabora de madera de mara o de cedro; para las clavijas, por su parte, se utiliza madera de tajibo (Tabebuia impetiginosa), tarara (Centrolobium microchaete), kukí o gabetilla. El arco (que, de acuerdo a Cavour (1994), se llama iquitizá) se prepara con madera o con una vara de palmera y crin de cola de caballo, y en él se usa resina de árbol isiga (Myrocarpus sp.) o simple-mente trementina.
Hasta 1940, los instrumentos de caña Guarayo se emplearon tocando chovenas y taquiraris durante el Carnaval, acompañando velorios y procesiones fúnebres, ejecutando composiciones tradicionales y ceremoniales durante el Día de Todos los Santos, y como entretenimiento y medio de socialización tras trabajos comunitarios (cosechas, mingas, etc.). Podía tocarse solo o acompañado con la «guitarra guaraya» (hecha con madera de ichiquii y cuerpo de tutuma, el fruto del Crescentia cujete) y con varios tipos de flautas y tamboriles.
El violín fue, sobre todo, un cordófono de uso masculino. Solía estar sujeto a restricciones rituales: se decía que el mero uso del arco del violín provocaba caída de cabello en las mujeres. Sin embargo, en tiempos recientes se ha perdido semejante tabú.
Estos violines no cuentan con alma, lo cual hace que tengan un volumen muy bajo (Vaca Céspedes, 2010). Debido a tal escasez de volumen y a la amplia difusión y bajo precio del violín comercial, el yata miöri ha perdido vigencia y relevancia. Sin embargo, se sigue construyendo como artesanía, y como un rasgo de recuperación identitaria del pueblo Guarayo (Ministerio de Educación de Bolivia/CIPCA, s.f.).
Violín de los Chiquitano y los Mojeño
El pueblo Chiquitano, Chiquito o Bésiro habita los llanos de Chiquitos y el Chaco boliviano, en el departamento de Santa Cruz y parte del departamento de Beni. Se trata de una sociedad originada en un crisol de pueblos indígenas reducidos en las misiones jesuíticas de la Chiquitanía hacia finales del siglo XVII.
Por su parte, el pueblo Mojeño, Moxeño, Mojo o Moxo habita en el centro y sur del departamento de Beni; como ocurrió con los Chiquitano, fueron varios pueblos pre-existentes reducidos en varias misiones jesuíticas (Trinidad, Loreto y San Ignacio).
Ambos pueblos tocan versiones propias del violín chaqueño: instrumentos de modelo europeo elaborados localmente (generalmente con maderas nobles, como cedro, mara o tajibo). Suelen estar dotados de un mástil relativamente corto y paralelo a la caja, propio del violín barroco, y son ejecutados con un arco grueso y curvado hacia afuera (Huseby, Ruiz y Waisman, 1995).
Entre los Mojeño, el cordófono está asociado a los servicios religiosos y a la iglesia, y no puede emplearse en festividades profanas; aparece, por ejemplo, en la procesión del «Gran Cabildo» (Ministerio de Culturas de Bolivia, 2012a) o acompañando a los célebres bajones y a las flautas en cánticos, procesiones y «velorios» de santos y vírgenes (Ministerio de Culturas de Bolivia, 2012b) y en la Ichapekene Piesta, la fiesta mayor de San Ignacio de Moxos (UNESCO, 2012).
Entre los Chiquitano tiene un uso sobre todo religioso; se lo escucha tanto en celebraciones domésticas, como los funerales, como en la iglesia, en donde se lo emplea para tocar la música de Semana Santa (el suiyai o Padre nuestro, el santoxteyo o Santa Cruz y el siborikix o Gloria). Pero también aparece en contextos festivos (Sánchez, 2010), p.e. ejecutando tonadas carnavaleras (Arias, 2010), y forma parte de las célebres orquesta barrocas de la región (p.e. la de Santa Ana de Velasco; vid. Eglau, 2012).
Los violines se instalaron entre los Chiquitano y los Mojeño de la mano de los misioneros, que no solo les enseñaron a tocarlos, sino también a construirlos (vid. Claro Valdés, 1969, para una descripción del proceso). Entre los Chiquitano, los religiosos más influyentes en este sentido fueron, sin duda, los jesuitas Martin Schmid, Johannes Messner y Julian Knogler (Rozo López, 2011a). Las estructuras musicales de las misiones sobrevivieron dentro de las comunidades indígenas; de hecho, el Archivo Musical de Chiquitos alberga unas 5.000 partituras de la época jesuítica, de autores conocidos y anónimos.
Violín de los Mosetén y los Cavineño
El pueblo Mosetén vive en los departamentos bolivianos de La Paz y Beni; concretamente, en la zona del río Quiquibey y en la TCO (Tierra Comunitaria de Origen) Mosetén.
Denominado seke’nakdye’ (OPIM, 2011) o sëkë’nakdyë‘, el violín de los Mosetén es un instrumento campesino, generalmente hecho con un machete y poco más. Tradicionalmente se lo elabora con madera de cedro o de manzano de monte (Billia rosea); sus piezas se unen con pegamento hecho a base de resinas y gomas naturales; y las cuerdas, cuando no son comerciales, se preparan con tripa de mono caí, oso hormiguero u oso melero (Gómez-García, s.f.). El arco tiene cuerdas de crin o de algodón frotadas con resina de incienso.
El cordófono fue introducido entre los Mosetén por los misioneros, en este caso los franciscanos, en el siglo XVIII, tras la expulsión jesuita. En la actualidad su uso se encuentra en franco retroceso, como ocurre con buena parte de la cultura de este pueblo (Ministerio de Educación de Bolivia, 2012a). El instrumento está asociado con la iglesia, aunque muchos violinistas lo usan en otros contextos, p.e. en ceremonias rituales realizadas en las casas de los shipa o chamanes, o tocando canciones sentimentales o picarescas mientras se consume chicha (Ministerio de Educación, de Bolivia, 2012b).
Violín de los Mosetén. [Foto: Ministerio de Educación de Bolivia (2012b)].
Los Cavineño de los departamentos de Beni y Pando también ejecutaban violines (biuri), herencia de las misiones religiosas asentadas en su territorio, aunque existe escasa documentación sobre su empleo actual (Ministerio de Educación de Bolivia, 2012c).
Violines de las tierras altas bolivianas
En los valles andinos y el altiplano de Bolivia, el violín aparece en manos de músicos populares, en ocasiones construidos por luthiers campesinos. Es destacable su presencia entre los músicos ciegos que piden limosna en las ciudades de la región, y su uso en la interpretación de algunos géneros musicales de los valles de Cochabamba.
En el departamento de Potosí, en las provincias de Nor y Sud Chichas y especialmente en las zonas de Calcha y Cotagaita, se utiliza una variedad de cordófono producido localmente y que, debido a su procedencia, se conoce como «violín chicheño» (Rozo López, 2011b). Esta variante de violín andino, a veces llamada rabel, se suele construir con maderas locales; el cuerpo es más pequeño que el del instrumento estándar, grueso y tosco, con una tapa que muchas veces no lleva oídos, y está provisto de tres cuerdas de tripa de oveja con una curiosa afinación (re-sol-fa). Actualmente, las mejores versiones están hechas de madera de cedro y tienen cuerdas aceradas. El arco es macizo, de unos 30 cms. de longitud, y posee una clavijita con la que se tensa la cuerda de crin.
Suele usárselo desde Pascua hasta la festividad de San Pedro (finales de junio), y en celebraciones de marcado de ganado (realizadas sobre todo durante el mes de agosto). Con él se ejecutan tonadas, takipayanaku o taquipa-yanacus (coplas picarescas cantadas en quechua) y tuku-chas. En las comunidades campesinas aún suele acompañárselo con la «guitarra chicheña», un instrumento campesino de factura rústica provisto de cinco cuerdas simples.
Fuente y referencias: https://www.edgardocivallero.com/2017/01/libros.html
Imagen de portada: Violín chilote. Fotografía: Portal Patrimonio de Chile | Flickr.